"¡Con qué trabajo deja la luz Granada¡", decía Federico. Cada vez que veo los atardeceres rosados sobre la sierra nevada en la primavera o perspectivas como ésta, desde el Sacromonte, en la que a la noche le cuesta expulsar las últimas gamas azuladas del cielo allá hacia la Vega, recuerdo la frase de Federico, ese ser del que me siento cerca por su poesía y por su amor por Granada, y también por la injusticia que sufrió, como tantos otros, como los hermanos Quero por ejemplo, que a costa de defender una vida más digna fueron acribillados y maltratados por la "peor burguesía de España", la que sigue agazapada bajo las capillitas y bajo las casetas de un ferial con más tintes sevillanos que granadinos. Pero ocupémonos ahora de la belleza de un paisaje, de una poesía, de las personas (con sus cosas, como todas) pero buenas en el buen sentido de la palabra. En su última morada la luz también se despide a cuentagotas, porque en realidad la luz de la justicia nunca se deja abandonar del todo a las tinieblas, o al menos eso quiero pensar yo.
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